Raymundo Ramos es presidente del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo A.C., en Tamaulipas, México.
En este estado fronterizo mexicano, esta situación no es nueva ni desconocida. Apenas en enero de este año, un hecho similar dejó 11 personas —supuestos delincuentes, según las autoridades— muertas por disparos del Ejército. Hace 10 años, el asesinato de 72 migrantes a manos del crimen organizado, en el municipio de San Fernando, conmocionó al mundo. La violencia también ha afectado a los políticos, como los asesinatos del candidato a gobernador Rodolfo Torre Cantú y del exdiputado federal Juan Antonio Guajardo Anzaldúa.
En los últimos 20 años, al estado lo han gobernado miembros de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN). En ese tiempo, lo único que ha cambiado en Tamaulipas, que llegó a ser uno de los estados más violentos del país y una verdadera zona de guerra, es el nombre de los actores.
En 2016, el entonces senador por Acción Nacional, Francisco Javier García Cabeza de Vaca, ganó las elecciones para gobernador de Tamaulipas, lo cual terminó con ocho décadas de gobiernos priistas ininterrumpidos.
En Tamaulipas pensamos que esto significaría también acabar con una larga pesadilla de gobiernos caciquiles, de funcionarios de alto nivel enriquecidos hasta el hartazgo y de políticos gobernando de la mano con organizaciones criminales; pero, principalmente, de ciudadanos amenazados por denunciar abusos de autoridad, reclamar derechos o exigir justicia. Fue una falsa ilusión.
Cabeza de Vaca ha hecho exactamente lo mismo que sus antecesores priistas —como Tomás Yarrington, hoy detenido en Estados Unidos acusado de lavado de dinero y asociación delictuosa—: tomar el poder y crear una estructura policiaca-militar que lo apoye.
Para cumplir sus propósitos políticos, Cabeza de Vaca firmó un convenio de colaboración en materia de seguridad pública con el Ejército y la Marina en junio del 2017, supuestamente para brindar seguridad a instalaciones petroleras.
Entre enero y mayo de 2018, un grupo de operaciones especiales de la Marina arribó a Nuevo Laredo para realizar, según la versión oficial, “investigaciones y recabar inteligencia”. Sin embargo, esto resultó en acusaciones de detenciones arbitrarias, torturas, violaciones sexuales, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales.
El 30 de mayo de ese mismo año, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos hizo un llamado urgente al gobierno de México para investigar las desapariciones en Nuevo Laredo, “situación sobre la cual hay fuertes indicios de que estos crímenes habrían sido cometidos por una fuerza federal de seguridad”.
No ha sido el único caso de violaciones graves a los derechos humanos en la administración de Cabeza de Vaca. En septiembre de 2019, agentes de la Policía Estatal y del Centro de Análisis, Investigación y Estudios de Tamaulipas, una especie de órgano de inteligencia, detuvieron a cinco hombres y tres mujeres. Los sacaron de sus domicilios acusándolos de pertenecer al crimen organizado.
Los agentes torturaron a los detenidos, los vistieron con uniformes tipo militar y los ejecutaron en una vivienda del fraccionamiento Valles de Anáhuac. Para justificar su actuación, emitieron un comunicado oficial informando que los civiles habían sido abatidos durante una persecución y enfrentamiento con policías estatales y elementos del Ejército.
En realidad, se trató de un montaje que realizaron los agentes estatales y militares. Gracias a cuatro testigos sobrevivientes, así como a múltiples videos, se logró demostrar que en realidad se trató de una ejecución extrajudicial.
Una de las víctimas de este montaje era Jennifer, una jovencita de Estado de México, sin antecedentes penales, embarazada y recién graduada de bachillerato, que tenía una semana de haber llegado a Nuevo Laredo con su novio.
Las autoridades de Tamaulipas no son las únicas que han recurrido a los montajes y la alteración de evidencias para justificar su actuación. Por décadas, también lo ha hecho el Ejército.
En los últimos seis años, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha documentado quejas de una joven que fue ingresada a un cuartel militar para ser agredida sexualmente; otra persona recibió disparos cuando se ponía a salvo de un fuego cruzado entre soldados y civiles armados; un hombre murió a manos de unos soldados cuando manejaba una camioneta al salir a comprar comida.
Y no podemos olvidar el caso de los niños Martín y Brayan Almanza Salazar, asesinados por militares en abril de 2010, cuando viajaban con su familia de Nuevo Laredo hacia la playa de Matamoros, y fueron agredidos directamente por soldados.
La balacera que sucedió hace unas semanas en Nuevo Laredo, que incluso ya llamó la atención del presidente Andrés Manuel López Obrador, es la última de una larga lista de violaciones a los derechos humanos en el estado. Eso debe terminar.
Desapariciones, secuestros, homicidios, enfrentamientos armados y, ahora, políticos que son capaces de vender su alma al diablo con tal de conseguir poder absoluto, sin importar el futuro de generaciones enteras. De no detener estas agresiones, estamos en riesgo de que Tamaulipas avance en el camino de ser un estado fallido.
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