No solo eran hombres blancos quienes llevaban las banderas y pancartas de Trump. Inmigrantes coreanos y vietnamitas, parejas homosexuales jóvenes, y mujeres negras, blancas y latinas, muchas con hijos, marcharon junto al conspiracionista Alex Jones y miembros del grupo de odio Proud Boys. Caminaron lentamente por Freedom Plaza, el Capitolio y hasta la Corte Suprema para exigir, entre otras cosas, que Biden fuera enviado a prisión y que las elecciones le fueran otorgadas a Trump.
Durante horas hablamos con manifestantes que no estaban simplemente escépticos del resultado de la elección: estaban convencidos de que había sido un fraude total. Desconfiaban del conteo, de las máquinas de votación, de los medios que informaron los resultados, e incluso de los funcionarios estatales, muchos de ellos republicanos, encargados de certificar el resultado.
Y aunque algunos estaban tranquilos y valoraron mis preguntas, otros me miraron como si estuviera loca.
Ver a familiares y extraños caer bajo el hechizo del presidente Trump puede ser similar a ver a una amiga lidiar con una relación abusiva. Racionalizan las mentiras y las manipulaciones, y en ocasiones se alejan cuando les pides que consideren los hechos. “Nadie es perfecto”, dicen. “Sí, es grosero, pero ha superado tantas cosas”.
Sin embargo, la diferencia entre Trump y un novio abusivo es que millones de estadounidenses están en esta relación. Vienen de todos los ámbitos de la vida. Las teorías conspirativas y la desinformación refuerzan en parte la razón por la que apoyan a su hombre.
Pero las personas pueden amar a quien quieran. Y los votantes con los que hablé dejaron algo bien claro: pasará algún tiempo antes de que estén listos para abandonar a Trump, si es que algún día lo hacen.
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