Ignacio Escolar es director de eldiario.es y analista político en radio y televisión.
Como todo gran terremoto político, las consecuencias a corto plazo no se dejaron ver. En Francia, tras el Mayo de 1968, ganó las elecciones el general Charles de Gaulle. Y en España, justo después del 15-M, llegó a la presidencia con mayoría absoluta el conservador Mariano Rajoy. Pero aquellas protestas fueron el primer síntoma de un nuevo tiempo político en España. El grito más repetido en las plazas españolas, “no nos representan”, fue el presagio de lo que vendría después. Iba destinado a los dos grandes partidos españoles, el socialdemócrata Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el conservador Partido Popular (PP), que en 2011 sumaron casi 75% de los votos —llegó a ser más de 80% la década anterior—. En estas últimas elecciones generales, las de 2019, no alcanzaron 50% entre los dos.
El fin del bipartidismo español nació en las plazas del 15-M. Fueron unas protestas contra la corrupción política, contra los recortes económicos de las políticas de austeridad que imponía Europa, contra la falta de un futuro ilusionante para millones de españoles. Una indignación de la que primero se nutrieron los movimientos sociales, como las plataformas contra los desahucios. Un desencanto que más tarde cristalizó en la política institucional. Del espíritu de esas plazas surgió el partido Podemos. Y tras su irrupción, Ciudadanos, “un Podemos de derechas” como lo definió un banquero español.
La crisis de los grandes partidos, el “no nos representan”, fragmentó la política española. Un ciclo que empezó ese 15-M, que aún no ha terminado, pero que vive en este décimo aniversario un claro punto de inflexión.
“Justo diez años después, Pablo Iglesias se corta la coleta, ese es el legado que ha dejado el 15-M”, dijo el 13 de mayo el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida (PP). Una frase que resume el desprecio que hoy siente la derecha española —y una buena parte de los medios— por aquella movilización y también por el líder de Podemos, quien hace apenas una semana, tras la derrota de la izquierda en las elecciones regionales de Madrid, anunció su retirada de la política. Después renunció también a su famosa coleta: un peinado que hacía ya tiempo que quería abandonar, aunque por motivos puramente prácticos: sus hijos, muy pequeños, le tiraban del pelo, contaba el propio Iglesias desde hacía ya tiempo.
Coleta aparte, es fácil interpretar la retirada de Pablo Iglesias como el fin de un ciclo, como el inicio de una suerte de restauración, de vuelta al bipartidismo. Porque no solo es Podemos quien se enfrenta a una crisis con la salida de su fundador. Mucho peor lo lleva Ciudadanos, que en las últimas elecciones madrileñas se ha quedado sin representación parlamentaria, después de su errática gestión política de los últimos dos años.
En abril de 2019, Ciudadanos —un partido mimado por las élites, a diferencia de Podemos— se quedó a menos de un punto de distancia de sobrepasar al PP en el Parlamento español. Apostaron por convertirse en el nuevo líder del bloque de la derecha y abandonaron el centro. Hoy, solo dos años más tarde, afrontan su casi segura desaparición.
Sin embargo, ni la derecha ni la izquierda que antes lideraron casi en solitario PP y PSOE tienen asegurada la reunificación. En la derecha ya no pinta Ciudadanos, pero sí está muy fuerte la ultraderecha de Vox. Y en la izquierda, el propio resultado en las elecciones autonómicas de Madrid demuestran que tampoco está tan cerca la restauración del bipartidismo. En la misma noche electoral en la que Pablo Iglesias dimitió, el PSOE fue sobrepasado en las urnas por Más Madrid, una escisión de Podemos creada por el ex número dos de Iglesias, Íñigo Errejón. Y la sucesora de Iglesias como vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, tiene hoy en las encuestas una valoración muy superior a la de su predecesor.
La política española sigue revolucionada. No ha parado de estarlo en la última década, la primera en la historia reciente de España donde los hijos han vivido y vivirán peor que la generación de sus padres. La precarización laboral de los jóvenes continúa. También sigue aumentando la desigualdad. La confianza en las instituciones —la justicia, la monarquía, el Parlamento, los medios de comunicación, etc.— sigue bajo mínimos. La pandemia ha agravado ese escenario, y también ha llevado hasta el extremo la polarización.
“Queremos un pisito como el del principito”, gritaban entonces los indignados. Hace una década, un trabajador de menos de 30 años dedicaba 50% de su salario a pagar el alquiler. Hoy es 85%. “Violencia es cobrar 600 euros”, era otro de los lemas del 15-M. La crisis económica fue el gran catalizador de aquella protesta. Hoy los jóvenes en España ganan de media 2,400 euros menos al año que una década atrás.
“Nadie lo vio venir”, decían los políticos sobre el 15-M. La década de la indignación demuestra que lo imposible puede volver a ocurrir.
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