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Así como los gobiernos mundiales han respondido al coronavirus, también lo hacen los insurgentes armados, grupos terroristas, cárteles del narcotráfico y bandas delictivas, un bajomundo paralelo de políticas de salud pública y mensajes estratégicos.
No es la primera vez que estos grupos han intentado ocupar el papel del gobierno. Pero pocas crisis en la época moderna han puesto a prueba los límites de las naciones-Estado como la del coronavirus, la cual ha abierto una oportunidad para que los grupos armados intervengan en aspectos en los que presidentes, fuerzas policiacas y parlamentos han fallado.
Algunos grupos han intentado entretejer los fracasos de los gobiernos a la hora de controlar el virus en sus propias narrativas propagandísticas. En Somalia, combatientes de al-Shabab, grupo vinculado con al-Qaeda, afirman que “las fuerzas activistas que han invadido el país son responsables de la pandemia”. El Estado Islámico dijo a sus seguidores que se prepararan para aprovecharse de sus enemigos ahora que la pandemia los rebasaba. En Yemen, rebeldes de Houthi acusaron a Arabia Saudí de lanzar desde el aire mascarillas infectadas con COVID-19.
En el este de Afganistán, donde el gobierno afgano y los talibanes llevan casi dos décadas en conflicto, la rivalidad sobre qué grupo tiene la política sanitaria más efectiva es más evidente que nunca.
Este mes, Esmatullah Asim, miembro del consejo de la provincia de Wardak, fue testigo de la llegada de talibanes uniformados como médicos. Fue asombroso, Asim constata que el gobierno pone en cuarentena solo a quienes muestren síntomas en la frontera, pero los talibanes ponen en cuarentena a todo aquel que ha regresado de Irán en fechas recientes.
“Las cuarentenas de los talibanes son mejores que las del gobierno”, asegura. El grupo también crea conciencia sobre el virus en el territorio que controla. “Detienen a los vehículos y les informan a los pasajeros cómo evitar el contagio”.
Incluso el Departamento de Estado de Estados Unidos los felicitó en un tuit: “Nos sumamos al Ministerio Afgano de Salud Pública y aceptamos los esfuerzos de los talibanes para crear conciencia sobre el #COVID19 y su oferta de brindar pasaje seguro a los trabajadores de la salud y organizaciones internacionales cuya labor previene el contagio del virus”.
Analistas que estudian la estructura organizativa de los grupos armados están catalogando decenas de ejemplos de rebeldes y criminales que hacen incursiones en las políticas de salud pública.
“En algunos casos, el gobierno está ausente, de modo que es la oportunidad para que los grupos armados que no son del Estado parezcan ser los actores responsables, confiables”, asegura Sarah Parkinson, profesora adjunta de ciencias políticas y estudios internacionales de la Universidad Johns Hopkins. “En algunos casos se preocupan por sus miembros. En otros, es un intento por utilizar evidencia en su guerra propagandística”.
Algunos gobiernos han reconocido que los grupos armados podrían explotar sus debilidades en cuanto aminore la crisis, aprovechando la disrupción económica posterior.
Este mes, el alcalde de Palermo, Italia, Leoluca Orlando, advirtió que “un grupo de chacales de la mafia” está listo “para aprovecharse de la desesperación de los nuevos pobres a causa del coronavirus”. Otros funcionarios italianos han sugerido que la mafia podría dar préstamos o apoyos en efectivo para socavar al gobierno.
En México, por lo menos dos cárteles comenzaron a entregar subsidios a los residentes de lugares que controlan parcialmente. La semana pasada se publicó un video desde Michoacán en el que el cártel de Los Viagras repartía bolsas de plástico con comida a cientos de personas. En Tamaulipas, estado que hace frontera con Texas, circularon fotos de la distribución de cajas de azúcar, aceite y otros productos básicos. Cada caja tenía la etiqueta del donador: “Cártel del Golfo. En apoyo de Ciudad Victoria”.
Falko Ernst, analista de International Crisis Group México, afirmó que el esfuerzo reflejaba una “tensión evidente”: “Estos grupos quieren que se les vea brindando apoyo material y seguridad en lugares en donde también acosan a la población directamente mediante la extorsión, los secuestros y la violencia. Pero en muchos lugares, estos grupos son la solución menos negativa para poblaciones que no tienen a quién acudir”.
En las favelas de Brasil, los mensajes llegan por WhatsApp.
“A quien se le encuentre en la calle aprenderá a respetar las medidas”, una de las bandas advirtió a los habitantes de una favela de Río de Janeiro. “Queremos lo mejor para la población. Si el gobierno es incapaz de imponerse, el crimen organizado resuelve”.
El mes pasado, a medida que el gobierno salvadoreño implementaba uno de los primeros y más severos confinamientos en América Latina, líderes de la pandilla MS-13 decidieron que dictaría su propio toque de queda. Se trató de una peculiar superposición de políticas entre la organización criminal y el gobierno, que llevan años en conflicto.
Sin embargo, también reflejó la realidad en buena parte de El Salvador: la Policía tiene acceso limitado a los barrios bajo el dominio de la pandilla, y en esos sitios solo se respetaría un toque de queda impuesto por ella. La MS-13 explicó su lógica en el diario salvadoreño El Faro: el objetivo de la política era proteger a sus miembros, que no tendrían acceso a tratamiento médico de estar infectados.
“Si no hay respiradores y uno de nosotros está grave, tatuado y al mismo tiempo llega una anciana en condiciones críticas, van a desconectar al miembro de la pandilla y van a dejar que muera”, dijo uno de sus miembros.
En Afganistán ocurrió algo similar. Los talibanes desplegaron equipos que distribuyen guantes, jabón y mascarillas en zonas que controlan.
Sin embargo, mientras los insurgentes y el gobierno están de acuerdo en que es necesario combatir el virus, la guerra continúa.
“No podemos detener los ataques por completo”, aseguró el vocero de los talibanes, Zabiullah Mujahid, quien culpó al gobierno de “presionarlos”.
Grupos de interés han animado a los talibanes y al gobierno afgano a coordinarse mejor para contrarrestar el virus. Human Rights Watch propuso viodeoconferencias con “representantes del Ministerio de Salud Pública, la comisión de salud de los talibanes, la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán y agencias humanitarias internacionales clave”.
En muchos países se ha desplegado a la policía rural en zonas urbanas, lo que ha dado más libertad a los grupos criminales de operar con impunidad e implementar su propia política de salud durante la pandemia.
En algunos casos, “los grupos criminales asumirán el papel de encargado de hacer cumplir la ley con conocimiento y, a veces, a petición expresa del Estado”, señaló Vanda Felbab-Brown de Brookings Institution. “Esos tratos en los que el gobierno subcontrata a grupos criminales urbanos y de las periferias rurales anteceden por mucho el COVID-19.”
Hayat Tahrir al-Sham, grupo militante que domina la provincia de Idlib, al norte de Somalia, ha empleado el virus para pulir sus credenciales como ente gobernante legítimo, dan órdenes, restringen las reuniones y distribuyen información sanitaria al público.
No se han reportado casos en la provincia. Funcionarios públicos y trabajadores humanitarios aseguran que sería una calamidad que el virus se propagara en los campos de refugiados de por sí abarrotados, entre la población con limitado acceso a la atención médica.
Ayman Jibis ministro de salud del Gobierno de Salvación, creado por Hayat Tahrir al-Sham, advierte: “las cifras enormes de nuestra gente reunidas en un espacio geográfico reducido y la monumental densidad de población en los campamentos predice resultados desastrosos si la pandemia llega ahí”.
Sieff reportó desde Ciudad de México. George reportó desde Londres. Fahim desde Estambul. Sharif Hassan, en Kabul; Haq Nawaz Khan en Peshawar, Pakistán; y Sarah Dadouch, en Beirut, contribuyeron a este reportaje.
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